lunes, 10 de mayo de 2010

Cuarenta máquinas en guerra

Dos textos sobre la antología por jóvenes becarios

de la Fundación para las Letras Mexicanas

en Auditorio de rectoria de la

Universidad Tecnológica de Nezahuacóyotl


Por Ramón Castillo


Para qué los versos.

Para qué las palabras con su afeite,

Embalsamadas para huir del tiempo.

Para qué arar en el lenguaje

La extraña semilla del dolor o la belleza.

Jorge Fernández Granados.

I

¿Para qué escribir? ¿Para qué la poesía? ¿Para qué las prolongadas imágenes o las pulidas letras? La poesía no es una concatenación de argumentos lógicos o una prueba irrefutable de las causas primeras. La respuesta no está, entonces, diáfana y gratuita para ser alcanzada por el deseo de su búsqueda. El páramo inasible de lo poético está más ligado a un asombro, a un hallazgo, que a un axioma y, no obstante, encierra en su interior una visión particular del mundo. La poesía es una verdad en sí misma, en la potencia profunda que suscita en el mundo. Si algo salva a la literatura de las atrofias cotidianas es su completa indiferencia a la esperpéntica atención a lo unívoco, a los caminos de un solo sentido, a la asepsia de lo consabido.

Ezra Pound alguna vez definió a la función poética como un proceso de condensación. Al igual que los viejos alquimistas, Pound ensalzó el movimiento que destila, que purifica y concentra para llegar a la esencia misma de las cosas. Paracelso estaría de acuerdo en la metódica atención que seguía el poeta para descarnar la frase, el pensamiento y a la sensación misma. El poema vive debido a su cargada congregación sensible. Las palabras cobran nuevos sentidos o, quizás, rebuscan en sus primigenias acepciones. La poesía se rebela contra el bullicio de la palabrería insustancial y la interferencia de lo nimio. Rescata, recrea y vivifica el velado secreto del verbo, la visión y el enigma.

II

En su célebre “Los demasiados libros” Gabriel Zaid dice con sorna y perspicacia, respecto a nosotros, los escritores, que: “soñamos con la atención universal, con el silencio de todos los que callan para escucharnos, de todos los que renuncian a escribir para leernos”. Existe, desde siempre, un deseo por vernos en letras de molde, impresos, justo al lado de los clásicos y la tradición de la cual nos sentimos herederos. No es poca cosa querer dialogar con los que nos sucedieron, con gesto de admiración o insolencia franca y lograr con ello un gesto de individualidad cierta. Porque la literatura, la creación o la revelación súbita se dan en privado, en la página recién mancillada, el adjetivo afortunado y, ¿por qué no?, hasta en la resuelta decisión de no querer escribir más; entonces, ¿para qué los libros, los demasiados libros?

Las literaturas menores, pregonaron Deleuze y Guattari al hablar de Kafka, son estrategias de subversión, máquinas de guerra que a través de su excentricidad minan el poder intestino del centro. Una tentativa por hacer “tartamudear al lenguaje” —como dijeran los franceses— es una lucha por restituirle a la palabra su potencia. Toda literatura “menor” pretende generar un espacio liminar o campo expandido desde donde se habla de manera distinta, no obstante, seguir el mismo código. Se busca la reformulación del discurso dominante sirviéndose de sus propias estratagemas y otorgarle, como lo dijo Ezra Pound, una cualidad puntual y vigorosa. Sin embargo, para llegar a esa región de singular potencia, no basta sólo con pertenecer a una región o territorio; es preciso movilizar la maquinaria intelectual y sensible, con el único fin de crear dispositivos verbales e imaginativos capaces de conmoverlo todo.

III

Cuarenta barcos de guerra” lleva en su título de manera explícita su propia búsqueda. La tentativa es afrontar, de manera beligerante, la inercia de un discurso hegemónico y celoso. Sin embargo, las literaturas “menores”, en este caso buques de guerra, deben de aspirar antes que a la cartografía periférica a la profusión honda del lenguaje poético, a la delicada ponderación de la palabra, al abismo ignoto de la intuición.

Celebramos el encuentro, a la manera spinoziana, entre fuerzas que suscriben la urdimbre de aquello que anima y suscita las más diversas intenciones. Las naves surcan un mar encrespado y traicionero con el ánimo de evidenciar una vocación, una terca necesidad o el asombro cotidiano. La poesía registra las huellas de una mirada extrañada o un tacto ansioso, anteponiendo siempre una experiencia estética de la palabra por la palabra misma. Borges, en alguna certera línea, ya dijo que la palabra idónea siempre está sujeta a la premura de la forma. La poesía simple y desnuda, sin adjetivos ni epítetos geográficos, siempre será el rastro que legaremos a la posteridad. Todo descubrimiento debe, ante los que nos sucedan, ser fuerza que resuene y dicte una verdad humana y, por tanto, imperecedera.





A la salud de un libro

Por Jesús Francisco Conde de Arriaga

“Si he escrito esta carta tan larga,

ha sido porque no he tenido tiempo

de hacerla más corta

Blaise Pascal

No es casualidad que cada mujer —inteligente o sensible o las dos o ninguna pero con algo de gracia— que lee Rayuela sufra un proceso de identificación o de transferencia con la entrañable Maga. Impávida no puede quedarse ante el retrato amoroso que Cortázar hace de ella a través de Oliveira.

“Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.”

La Maga es el pretexto. En ella queda la reminiscencia de lo que se puede ser. En ella se puede dibujar un beso, una caricia o el ansia de compartir el mismo espacio geográfico. Vamos, incluso uno puede llegar al fetiche de pasar una noche en el hotel del mismo nombre sobre San Antonio Abad.

La transferencia o identificación no se da, como decía, a través de una casualidad. Es el afán por extender nuestros límites temporales y espaciales; por trascender a través de alguna línea o de un verso; concebir el mundo por medio de la poesía o de la creación misma.

En 40 barcos de guerra se trasluce una mirada de identidad, la búsqueda por existir en la hoja en blanco y el afán por encontrar cómplices que compartan la “heroicamente insana costumbre de hablar solo”. Cuarenta editoriales y más de ciento cincuenta poetas están reunidos bajo un mismo techo y sus versos son cobijados por la certeza del azar. En el juego inclemente de la oficialidad, la posición estética converge con la ideológica con resultados más o menos afortunados. La cercanía que inevitablemente se siente con la labor de este libro, en ocasiones se debilita al enfrentarse con los textos. El objeto textual es en primera instancia a lo que el lector se enfrenta, y debiera ser lo único.

Más allá de una posición clara y definida a partir de la “independencia” o “marginalidad”, por lo demás entrañable, sólo el verso logrado, el ritmo impecable o la metáfora renovadora quedarán en la memoria de algún desocupado lector. Para ser claro: la marginalidad no es una categoría estética. La endeble fortaleza del underground o del mainstream no resiste el embate del tiempo.

La delimitación geográfica o temporal es, acaso, una circunstancia que es salvable por la fuerza inherente del poema, si lo es, entendido como el reducto donde converge una estética forjada por lecturas, por oficio, por rigor y por disciplina. En esta antología conviven diversas corrientes estéticas que se contraponen y se combaten, pero que guardan la coincidencia de asimilar la realidad a partir de la búsqueda poética.

Ahora, pienso en el Club de la Serpiente y en el mundo que estuvo frente a ellos. El mismo que cada uno de nosotros enfrenta y que en 40 barcos de guerra está claro: aprender a resistir el ataque de las flotas enemigas. Pienso en mi Maga y en la certidumbre de sus ojos miel. Pienso en un par de versos de este libro. Pienso en la ingenuidad y en la poesía. Yo, ingenuo pero no poeta, pienso en decir salud por este libro que puede, si quiere, ser referencia a partir del dictamen inclemente del tiempo.


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